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Cuentos de niebla

Cuentos

ODIO

ODIO Odio. Odio. Te odio. Pero te amo con el abrazo confuso, con la sonrisa forzada, esperando tu beso envenenado como una última bendición antes de partir rumbo al odio. Porque después del amor viene el odio. Tras la vida viene el odio agazapado y estéril, como un abrazo sin brazos, como un beso sin labios. No se puede pasar de la ebriedad confusa de la felicidad a la nada más absoluta. Necesitamos el abrazo, la soga fatal del amor podrido: el odio. Ese mundano y terrible lazo que nos ata para siempre a la persona una vez amada, y que no pudo ser. El odio es la última esperanza, el último rincón dónde dejar secarse los recuerdos. El odio es la más triste coartada para no reconocer que ya no queda nada.

CIUDAD SIN NOMBRE

CIUDAD SIN NOMBRE ¿Quién eres tú que llegas vestido de negro, alto y silencioso, solemne como un enterrador, con tu larga melena negra y tu cara pintada de blanco?. Sobre tus ojos blancos, de iris tan blanco como los de un pez muerto, una raya de pintura negra. Estás marcado por la oscuridad. ¿Quién eres tú? No te conozco pero ejerces sobre mí un poder que me aterra. Me miras con esos ojos increíbles e imposibles, porque nadie tiene los ojos de un muerto... Si está vivo. Eso parece. Me miras y me coges de la mano y me llevas donde yo no quiero. Dices que has venido a buscarme, que yo no soy de este mundo. ¿Pero te crees que eso va a sorprenderme? No, sé perfectamente que yo no encajo en este mundo de estrés y velocidad terminal. No encajo en mi trabajo como traductora e intérprete de japonés... Yo debería vivir allí y no traducir nada, vivir como me enseñaron mis abuelos... Sin embargo me resigno, y vivo en esta ciudad de mugre que no es la mía. No tienes que venir tú desde lugares innombrables para decirme que no soy de este mundo... ¿Pero a qué mundo te refieres? Me miras con esos ojos blancos, maldito seas, qué quieres...

Abro los ojos, como siempre, como cada mañana en el trabajo me dejo llevar por ensoñaciones fabulosas. Estos personajes que me invento no son más que fruto de mi aburrimiento, de esta soledad brutal que me empapa el alma. Saldré esta noche a tomar el aire, bajo la luz de los neones se ven las cosas de otra manera. Ah, lo que daría por recordar el nombre de aquella aldea japonesa en la que pasé los cuatro primeros años de mi vida. Allí no había luces de neón. Grillos y el silbido del viento entre los juncos del lago. No recuerdo mucho más. La cara arrugada de mis abuelos... Pero, ni siquiera sus nombres. La muerte vino a llevarse mi pasado en sus personas. Sin ellos... Los recuerdo tanto... Un día vino mi madre y me sacó de allí. Supongo que se arrepintió de dejarme con mi padre en aquel lugar perdido del mundo. No, yo no pertenecía a aquella aldea, pero tampoco soy de este mundo. De este mundo... Ya vuelvo con las ensoñaciones, y mi ángel de la muerte, el misterioso personaje que mi mente ha creado, está al acecho cuando bajo los párpados. Ah, que aburrimiento de trabajo... Llega la hora de pisar las aceras de esta ciudad de pesadilla. No la soporto, pero el dinero no me llega, ni las fuerzas para abandonar esta cuna de ratas y soledad. Es como si una cadena inmensa me atara a los cimientos de esta ciudad sin nombre. Y aquí sigo, por los siglos de los siglos, incapaz de planear mi fuga. Aturdida entre el ruido y el quehacer diario. Pero estas últimas noches algo me sucede. Quizás alguien me espere en la oscuridad, lejos de las luces de esta ciudad. Alguien que sabe quién soy...

RAZONES

RAZONES Uno es siempre dos. Dos mitades, dos lados: uno bueno, el otro malo. Eso le había dicho ella. Ella que yacía boca abajo sobre la cama, empapada en sudor, con los últimos olores del sexo flotando por encima de su cuerpo. Ella que ya no era tan joven como cuando la conoció. Ni él tampoco. Antes, todo lo que ella decía le sabía a nuevo, todas las puertas del alma se le abrían con sólo mirarle aquellos ojazos negros. Ahora era distinto. Ella ocupaba demasiado espacio en su cama, en su casa, en su vida. Su yo malo quería empujarla, sacarla con violencia de su profundo y húmedo sueño. Empujarla hasta sacarla de su vida. Su otra mitad, la que de alguna manera todavía la amaba, sólo quería abrazarla con dulzura y sentir su respiración. Quería sentir que su otra mitad, su parte buena, era ella y no había más remedio que seguir abrazados para continuar siendo uno por el resto de la eternidad. Hasta que la muerte os separe...Eso dicen, pensó él resignado. La miraba en silencio, fumando un poco de nostalgia de aquellos tiempos en los que la rutina estaba por llegar. Ella se removió en su sueño como asintiendo. Estaba de acuerdo con su otra mitad. Hasta en sueños se entendían...Quizás, sólo por esa magia que de vez en cuando surgia en mitad de lo vulgar y cotidiano, sólo por eso él dejaba pasar el fantasma de la separación como un mal pensamiento. No valía la pena hurgar en la pantanosidad de su malestar. De repente ella abrió los ojos, y le miró con tanta dulzura que él se sintió avergonzado como un niño. ¿Por qué me miras así? Le dijo con la voz extrañada. Ella se incorporó y le besó en los labios. He soñado contigo, algo muy bueno. Y rió. Con una carcajada insólita y deliciosa. Él no pudo evitar reirse también. De repente recordó porqué seguía a su lado. Sólo ella era capaz de sacarle de sus negras nubes de autocompasión inútil. Sólo ella con toda su calidez podía derretir las telarañas de hielo de su sombrío corazón. - Ahorita mismo me vas a contar que te hacía yo tan rico en tu sueño...Dijo él con la voz quebrada por el deseo. Se fundieron en un abrazo y fueron dos en uno, de nuevo.

LA HUÍDA

LA HUÍDA María vivía en una ruidosa ciudad en compañía de su gato. Trabajaba en una oficina 8 horas al día y se diría que era feliz. O puede que no lo fuera tanto, que su felicidad fuese prefabricada y de cara a la galería como la mayoría de las felicidades de los demás. Sí, quizás María no era tan feliz como todo el mundo pensaba, porque un día sin más desapareció. Se fue sin decir nada a nadie. Dejando al pequeño piso y a su gato muertos de puro asombro. El gato empezó a echarla terriblemente de menos cuando le faltó su plato de comida y comenzó a maullarla como sólo un gato que vive solo con su dueña puede hacerlo. Entonces todos nosotros, los demás, empezamos también a añorarla furiosamente. Añoramos cada una de sus sonrisas, de sus pequeñas palabras amistosas. Echamos de menos sus manos blancas, solícitas y trabajadoras. Hasta su olor se nos fue desdibujando como una traición y la fuimos llorando sin lágrimas, con ese llanto seco que duele por lo secreto. ¿A dónde fue MAría? Nadie lo sabía. Pero dicen que alguien la vió una tarde, sentada en una estación, esperando... Ese "alguien" era yo, que salí a buscarla como un loco, amándola desesperadamente, sin oír en mi cabeza nada más que su suave risa breve. La busqué por toda la ciudad, como quién busca su alma. Yo, su silencioso compañero de trabajo, el que apenas la miraba al pasar, el ocupado, el infeliz que nunca supo abrazar a nadie,ni a ella, María...Ese soy yo, que la vi en la estación, con su pequeña maleta gris, sus ojos secos mirando serenos el andén, los trenes... ¿A dónde vas María? Le dije flojito cuando me senté a su lado. "Me voy lejos. Cuida de mi gato". Y puso en mis manos las frías llaves de su casa. Me rozó apenas con sus blancas manos y sentí que me moría, por no poder gritar, por no poder retenerla a mi lado...¿Por qué te vas? Le susrré sin mirarla. Ella no me contestó enseguida. Dejó que dos minutos se colgarán perezosos del reloj de la estación. "Estoy cansada de mi vida, y soy joven. Tengo ganas de empezar de cero en otra parte. Llevo tres días dando vueltas por esta ciudad ruidosa y sucia, y la ciudad no se ha inmutado con mi presencia, he pasado por ella como un fantasma y como tal me voy. Sin dejar huella..." Yo la escuchaba temblando, sufriendo como una hoja golpeada por el viento, apunto de ser arrancada."María, no te vayas" Dije al fin, con la voz segura, cálida, cercana. "No te vayas...mi amor". MAría me miró con sus enormes ojos tranquilos y sonrió. "Gracias, eres muy amable". Y luego se levantó y sin decir nada más se marchó rumbo a ninguna parte. Lejos ya de mis abrazos,de mi pobre manifestación de amor. ¿Qué podía hacer yo? Quizás, después de todo, no la amaba demasiado...Sólo fue que me faltó algo, que mi rutina se vió quebrada de repente. Sí, puede que yo no amase a María como para retenerla, o puede que sí la amase tanto que no quisiera sujertarla a una vida gris. María se fue dejándome su delicadeza y su valentía como una señal. Volví a mi trabajo, tranquilicé a todo el mundo. María estaba bien, sólo algo cansada y se iba a otra ciudad, para cambiar de aires. Al atardecer llevé algo de comida al pobre gato y me quedé sentado a oscuras en el diminuto salón de su casa. La esperaría, porque María no tardaría en volver. Siempre acababa volviendo...como las estaciones, María volvería. Me dije confiado mientras acariciaba el lomo del agradecido gato.